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La última hora del día

Cuando murió el Obispo de Maguncia, Mons. Ketteler, pudimos leer en L’Observatore Romano el siguiente testimonio, que, por su belleza e interés, nos permitimos reproducir.

En uno de sus viajes, Mons. Ketteler celebró la Santa Misa en un colegio de religiosas. Al darles la Comunión, cuando se acercó una de las últimas monjas, se conmovió profundamente; a duras penas pudo contener la emoción y acabar la Santa Misa.

Antes de marcharse manifestó a la Superiora su deseo de saludar y despedirse de las religiosas. Fue hablando con cada una de ellas y pensando: "No es ésta..., no es ésta...". Preguntó si faltaba alguna. Y la superiora le respondió que sí: faltaba la hermana cocinera. El Obispo dijo que le gustaría despedirse también de ella.

Cuando la vio delante se dijo para sí: "Ésta es". Hablando con ella, le preguntó si rezaba mucho. Y ella, con gran sencillez, le respondió: "No puedo rezar mucho porque siempre estoy ocupada. Lo que sí hago es ofrecer el trabajo del día. Y, para estar más atenta, ofrezco la primera hora del día por el Papa; la segunda, por los padres de familia; la tercera por los Obispos..., y la última del día, cuando mayor es el cansancio, por los muchachos a quienes Dios quiere sacerdotes, para que le escuchen atentamente y respondan "sí" con generosidad”.

Cuando la hermana cocinera se marchó el Obispo le contó a la Superiora su historia, con el compromiso de guardarla en secreto mientras él viviese:

"Había un joven, de dieciocho años, con dinero, ya que pertenecía a una familia bien acomodada económicamente. No pensaba más que en divertirse.

Una noche, mientras estaba bailando, de repente vio delante el rostro de una monja que rezaba por él y miraba fijamente su alma. Impresionado, se marchó del baile.

También él se miró y encontró su vida vacía.

¿Qué querrá Dios de mí?, se preguntaba.

Poco después ingresaba en un seminario. Se ordenó sacerdote. Más tarde fue consagrado Obispo. Y ahora está hablando con usted.

Hoy al distribuir la Comunión, he reconocido el rostro de aquella religiosa que vi en mi juventud: Es la hermana cocinera.

No le diga nada de esto. Ya verá en el Cielo los frutos de su trabajo. Pero anímela mucho a que siga siempre ofreciendo esa última hora del día por los muchachos a los que Dios llama al sacerdocio, para que sean generosos y digan "sí" al Señor".

Nosotros necesitamos vocaciones eucarísticas y misioneras. Invitamos a nuestros lectores a que ellos también ofrezcan al Señor sus sacrificios para que tantos jóvenes perdidos en el pecado escuchen y sigan la llamada del Señor. La mies es mucha y los obreros son pocos.

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