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De tú a tú con San José

Fermín Cebolla, en una encantadora entrevista, publicada en su libro "El cielo es periodístico" (Ed. Sígueme), nos muestra así a este incomprendido, a quien nadie logra situarle en su verdadero plano, con una presencia borrosa que se nos escapa a todos, pero que jamás falló para... "Ellos". Nadie puede hoy ufanarse -dice este autor- de conocer a José: las ondulaciones de su carácter de hombre corriente sólo" Ellos" las conocieron.

Corriente..., pero jamás hombre alguno hubiera soñado con "proteger", "cuidar" y "alimentar" al mismo Dios. Pero escuchemos. Escuchemos este diálogo amistoso con la misma devoción que una plegaria...

-De ti queremos saberlo todo porque no sabemos nada.
- ¿Para qué? Nada mío puede interesar.
- Pues nos interesa mucho, porque tú fuiste como un espejo donde se reflejaron día tras día Jesús y tu Mujer.
- Miradles directamente y no necesitaréis espejo alguno.
- Ellos prefirieron necesitarte.
- Eso es lo que entonces no podía comprender...
- ¿Viviste sin comprenderlo?
- Sí. Nunca comprendí nada. Veía sólo que Ellos eran felices y eso me ¡bastaba!
- Tú les hacías felices... ¿Cómo?
- Como todo padre hace la felicidad de los suyos. En mi caso, ¡era tan fácil! María fue siempre una chiquilla: unas flores del campo la llenaban de ilusión; una túnica nueva, era el colmo de la alegría... en cuanto a Jesús...¡se sentía tan orgulloso de mí! Para Él, yo era el carpintero mejor de Galilea...
-¿Tu momento más exultante?
- Un día que me puse enfermo y Jesús, con sólo trece años, me quitó las herramientas de las manos para hacer el trabajo que yo tenía comenzado.
- ¿Fue buen aprendiz?
- ¡Se había golpeado los dedos más de cuatro veces!
- ¿Y tu momento más triste?
- La huida a Egipto, de noche, también sin comprender nada, pero sabiendo que peligraba la vida del Niño. ¡Fue horroroso! Pasé unos días de zozobra mortal.
- ¿Tus defectos?
- Ser goloso. Fui un gran goloso de la compañia de Ellos.
- ¿Tus ilusiones?
- Siempre el momento que estaba viviendo.
- ¿Y el siguiente?
- El siguiente resultaba aún mejor, porque me adentraba aún más en el corazón de Jesús.
- ¿No tuvistes borrascas en tu vida?
- Todo el mundo lo sabe. Interiormente terribles. Aquellas vacilaciones sobre María... Pero guardé sólo para mí la hiel de mi cortedad y nadie más pudo entonces enterarse. Luego, años más adelante, mis borrascas consistieron en el temor de estropear con mis manos rudas aquella bendición que Dios me había confiado. Pero tampoco esta vez se alborotaron las aguas en la superficie y todo quedó aquí dentro.
- ¿Lloraste?
- Más de una vez María sorprendió la humedad de mis ojos y la secó con sus besos.
- ¿Cómo venciste?
- A fuerza de fe.
- ¿Te ayudó Jesús?
- El guardaba silencio.
- Estás resultando muy diferente de como la gente ha dado en creerte: fuiste un luchador.
- Un hombre, simplemente.
- ¿Te dabas cuenta de tu heroísmo?
- Pero, ¿es heroísmo hacer callar las voces que nos van a romper la felicidad?
- ¿acaso tú la buscabas?
- No, pero me fue concedida.
- ¿Para qué?
- Para que yo les ofreciera mi remanso.
- José, ¿pasate muchas noches sin dormir?
- Muchas.
- ¿Qué te quitaba el sueño?
- Quizá la misma felicidad.
- José, ¿por qué llamas tú felicidad a lo que fue tu tormento?
- No blasfemes. Dios es nuestra felicidad, nuestro todo.
- Pero su proximidad a veces abrasa.
- Señal de que somos muy deleznables.
- ¿No fue toda tu vida un consumirte abrasado?
- Sí, pero dichosísimo.
- ¿Tienes tú más razón al llamarle tu felicidad que si yo le llamo tu tormento?
- Tal vez tengamos razón los dos igualmente.
- ¿Qué anhelabas?
- Dajar de sentirme su padre, artificialmente, para poder ser solamente hijo, hijo...
- ¿Encontrabas extraordinario a Jesús?
- No, si no hubiera sabido Quien era. Pero sabiéndolo, me parecía extraordinario precisamente hallarle tan normal. Nunca hizo nada de particular, excepto cuando nos dio el susto de Jerusalén... Me lo preguntaba todo, me pedía permiso cuando se trataba de salirse de la costumbre...
-¿No aprendiste nada de Él?
- Eso es lo grande: que siendo Quien era, no me enseñó nada, sino que quiso aprenderlo Él todo de mí.
- ¿Y María? ¿No dejó en ti algo suyo?
- María, sí: ¡María era mi mujer!
- Cierto: una esposa siempre deja una profunda impronta en la sicología de su marido.
- Ella puso una suavidad especial en mi carácter, que al principio había sido algo violento. Sobre todo, me dio una mansa serenidad para caminar tranquilo, sin temores, aunque no viese el camino.
- ¿Tú, violento? Imposible imaginarte así.
- Pues lo fui. Todo hombre es violento para imponer su voluntad, de un modo o de otro, mientras no ha encontrado esa dulzura insondable, esa tremenda suavidad con que Dios se limita a "sugerirnos" la suya.
- ¿Cuánto hubiste de vencerte?
- Muy poco: tan sólo fue cuestión de acostumbrarme a mirar las cosas como Ellos. Antes de nacer Jesús, ya María me había pulido mucho: bien sabes que es "lo suyo"...
- ¿En qué le influiste tú?
- Absolutamente en todas las cosas de nuestra vida. Ella hacía solamente lo que yo le indicaba.
- ¿Pasaste apuros materiales? - Como cualquiera. Hubo épocas de trabajo muy duro. Pero puedo decir con alegría que jamás faltó el pan en mi casa.
- ¿Cómo os miraban en Nazaret?
- Pues... había de todo. No es cierto que a nuestro alrededor fuera todo deslumbramiento y cariño. Había quien nos quería... y quien nos quería un poco menos; por ejemplo, el caso de aquella mujer con lengua de víbora que muchas veces tiraba pullas a María en la fuente.
- ¿Cómo reaccionaba Ella?
- Volvía muy triste. A María le podían hacer daño los menores detalles. Llevaba siempre el corazón tan a flor de piel...
- ¿Te parece que cambió el temperamento de María con el paso del tiempo? - Siempre había sido buenísima. Pero creo que luego ganó mucho, todavía. Sobre todo cuando quedó encinta, se le notó un gran cambio: era más profunda, ¿sabes?
- ¿Y luego?
- Luego también mejoró. ¡A mí me parecía mentira, porque la había conocido perfecta desde que la conocí! A medida que iba creciendo Jesús, iba creciendo Ella espiritualmente, iba haciéndose como más plena...¡Me gustaba tanto oírla! Y a Jesús también...
- ¿Qué os contaba? - Todo lo que pensaba: por qué Ella creía que Dios permitía las enfermedades de los parientes o los años de sequía; qué sueños había tenido la noche anterior; qué le gustaría hacer cuando Jesús fuese mayor...
- ¿Y de ti, qué decía?
- Que era muy bueno y muy guapo.
- ¿Tú lo creías?
- ¡Para Ella, sí lo era!, porque me quería muchísimo...
- ¿No lo dudaste nunca? ¿No pensaste alguna vez que por ser Ella un caso aparte quizá te quisiera menos que las demás mujeres a sus maridos?
- Nunca, jamás. María me quería como ninguna mujer pudo ni podrá jamás querer a su marido: ¡seguro! Si no había más que verla, cómo me miraba, con qué ternura me acariciaba, con qué delicadeza me servía... A veces, jugábamos como criaturas. Otras veces, para darme una broma, se me presentaba de pronto muy seria y me decía que se le había acabado el dinero, que no había nada en casa. ¿Pero yo en seguida descubría la broma! María no sabía engañar ni por divesión; se le notaba hasta en los ojos la travesura...
- ¡Qué sencillo es todo esto, José!
- ¡Claro! ¿O es que esperabas otra cosa? Yo fui un hombre normal y sencillo; y sencillas habían de ser mi familia y mi vida...
- Pero ahora...¡te proclaman el más grande de los santos!
- Es natural: ¿no me decías que fui como un espejo? El espejo no es digno ni hermoso por sí mismo, sino por lo que se refleja en él.
- Nos acabas de dar,José, la clave de la santidad...

Tomado de la revista "Orar"

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